30 de Abril de 2024

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Desde mediados del siglo veinte, la historia política de Estados Unidos ha estado marcada por la celebración de debates en distintos formatos entre los candidatos a la nominación de los partidos y, después, a la presidencia (y la vicepresidencia). En esa historia con seis décadas de tradición hay lecciones para responder la pregunta más apetitosa. ¿Cómo se gana un debate presidencial? Algunas conclusiones, que sirven para entender el debate de ayer.

Un debate se gana mostrando afabilidad y simpatía. Para bien o para mal, los debates presidenciales son ejercicios televisados. En 1960, un John F. Kennedy seguro de sí mismo barrió con Richard Nixon, malencarado y sudoroso. En el 2000, George W. Bush superó a Al Gore cuando el vicepresidente demócrata de Bill Clinton pensó que era una buena idea suspirar exasperado, con una pedantería evidente, a cada oportunidad. Es de Perogrullo, pero vale la pena subrayarlo: nadie vota por un manojo de nervios antipático.

Un debate se gana mostrando un manejo esencial de la realidad. En 1976, el presidente Gerald Ford aseguró: “no hay ni habrá dominio soviético de Europa del Este durante una administración Ford”. Max Frankel, uno de los moderadores, no lo dejó ir. “Perdone, ¿qué?”, le respondió. “¿Le he entendido decir, señor, que los rusos no están utilizando Europa del Este como su propia esfera de influencia al ocupar la mayoría de los países allí y asegurarse con sus tropas de que es una zona comunista?” Ford perdió la elección.

La mejor defensa es el ataque. En mayor o menor medida, en un debate hay un candidato que defiende (habitualmente quien representa al gobierno en turno) y otro (u otros) que lo examinan y cuestionan. En general, la defensa es una posición perdedora por definición. “Si te defiendes, pierdes”, decía un destacado abogado estadounidense hace unos años sobre los debates. Habría que agregar: si te defiendes mal, pierdes peor. En el primer debate del 2012, Mitt Romney presionó a un Barack Obama apático y exasperado de principio a fin. El debate lo acercó en las encuestas. En el segundo debate, Obama fue Obama. Defendió con elocuencia su récord presidencial y la dinámica cambió.

Un debate se gana con la dosis correcta de teatralidad genuina. En 1984, Ronald Reagan se enfrentaba, a los 73 años, al demócrata Walter Mondale, de 56. Reagan era, para entonces, el candidato de mayor edad en aspirar a la presidencia. En uno de los debates presidenciales, Reagan respondió con carisma a una pregunta sobre su edad. "No voy a hacer de la edad un tema de esta campaña. No voy a explotar, con fines políticos, la juventud y la inexperiencia de mi oponente”. En nuestros tiempos, un momento viral. Si es auténtica y graciosa, la teatralidad vuelve cercano al candidato (la teatralidad inauténtica puede tener, claro está, el efecto contrario. El televidente reconoce la falsedad y no perdona).

Un debate puede perderse cometiendo errores evidentes. La lista de pifias definitivas es larga en los debates presidenciales y de elecciones primarias en Estados Unidos. La televisión en vivo puede ser cruel. En el 2011, el gobernador de Texas, Rick Perry, era el favorito para quedarse con la candidatura republicana. En el debate, Perry aseguró que, de ser presidente, eliminaría tres agencias gubernamentales. Comenzó a enumerarlas…pero solo se acordó de dos. Por más que intentó, nunca pudo recordar la tercera. “Ups, perdón”, dijo finalmente, resignado. Se acabó su carrera presidencial. Un error así puede costar muy caro.

El puntero gana si evita perder. Todos los candidatos punteros se presentan a debatir teniendo una encomienda central: cuidar su ventaja.

Dado este contexto, estimado lector, ¿quién ganó el debate presidencial ayer? ¿Quién ofreció un momento memorable? ¿Alguno de los candidatos cometió un error mayúsculo? ¿Alguien se mostró particularmente afable y cercano? ¿Cuidó la candidata puntera su ventaja o consiguió alguno de los candidatos de la oposición sacudirla?