28 de Marzo de 2024

Rogelio Ramírez de la O

La apertura del sector energético al capital privado nacional e internacional cierra la etapa en la que el país podía aprovechar el control de estos recursos por el Estado para impulsar, o por lo menos apoyar, el desarrollo nacional.

Hoy sería iluso pensar que a estas alturas de la apertura mexicana y con la reforma aprobada por el Congreso dicha oportunidad siga viva. Más bien nos debería caer el veinte de que la única oportunidad que hubo y que México aprovechó fueron las tres décadas entre la expropiación y hasta mediados de los 70.

El proyecto de esas tres décadas consistía en controlar en primer lugar el monto de la extracción, sujetándolo a lo que México efectivamente requería y nada más. A la vez, con esa materia prima escasa, de costo bajo y valor de mercado alto, construir una red de industrias que creciera con la demanda interna, como lo lograron Corea del Sur y China decenios después, estos desarrollos se cuentan con los dedos de una mano en la historia mundial.

Paul Rosenstein-Rodan formuló este modelo, al que llamó “el gran empuje”, basado en programas de inversión en gran escala, para aprovechar los efectos de las cadenas productivas y las economías de escala. Ésta era, en su opinión, la única manera en que países con mucha mano de obra sin emplear podrían escapar de un “equilibrio” que los condenaba a crecer poco.

 

Una vez que López Portillo decidió hacer de México un país exportador en gran escala, el sector petrolero perdió progresivamente su conexión con el desarrollo. Es cierto que este giro no fue tan contundente entonces, pues además Pemex hizo grandes inversiones en refinación y petroquímica y siguió cuidando con recelo la propiedad y el control efectivo de todos los procesos. Pero al elevar tanto los compromisos y los ingresos de exportación y causar con ello una avaricia política interna por su reparto, el proyecto se perdió.

Una pena para un sector que en 2013 dio a México 5.3% del PIB en pagos de derechos (861 mmdp) que hoy se llama “renta” petrolera y que tuvo ingresos totales por 7.8% del PIB (1.3 billones de pesos).

Hoy la globalización y las tendencias de las últimas tres décadas en México cancelan esta posibilidad. En primer lugar no será posible controlar el monto de la extracción. Los operadores privados compartirán el ingreso que hasta ahora es totalmente del Estado. Por otra parte, su venta, generalmente de exportación, siempre será mucho más atractiva económicamente que la cadena doméstica de procesamiento. De hecho el requerimiento de contenido nacional que les impone la reforma ya les estorba para operar según sus propias normas.

Queda la pregunta sobre qué otro gran empuje podría México tener para escapar del equilibrio de un crecimiento de largo plazo de 2.5% como lo es hoy, o aun quizás de 3.5%, con el cual no podrá de todas maneras desarrollarse. Prácticamente ya no queda mucho. El campo tiene potencial, pero es pequeño para el tamaño de país.

Quizás lo único que queda es hacer de la lucha contra la corrupción el nuevo proyecto del gran empuje. Casi todos los políticos y muchos analistas desestiman esta variable, pues no es tangible en términos macroeconómicos. Pero en la realidad es muy grande y sí podría recrear un clima nacional de desarrollo, reducción de costos, aumento de ingresos del estado, mayor ingreso disponible de las familias y, sobre todo, confianza en el país.

Tampoco contradice abiertamente las reglas globales. El régimen que la emprenda, bajo ciertos parámetros, podría ser aplaudido, aunque en la práctica siempre será difícil.