José Valencia Sánchez
En tiempos idos, los ayuntamientos no recibían las cuantiosas participaciones federales de hoy en día, tampoco los gobiernos locales; con el nacimiento del IVA en el sexenio de José López Portillo y las posteriores reformas al artículo 115 constitucional, se iniciaron las carretadas de dinero a estados y municipios.
Esta abundancia de recursos ha servido para el enriquecimiento de alcaldes, gobernadores y demás funcionarios públicos de distintos niveles, cuya voracidad nadie ha podido, ni querido frenar.
De vez en cuando, como ahora varios ex alcaldes de municipios pequeños, son llevados a prisión algunas piezas menores para aparentar que el combate a la corrupción va en serio.
Se vive una situación de penuria, de gobiernos endeudados, sin fondos y sin obra pública.
La gente se pregunta, ¿dónde está el dinero, por qué no encierran a los responsables y se les obliga a reintegrar lo que se llevaron?
Servidores públicos actuales y del pasado disfrutan descaradamente de riquezas mal habidas, mientras el pueblo carece de empleos y bienestar a pesar de los elevados impuestos que paga.
¿Por qué alcaldes no denuncian a sus predecesores y les exigen rendición de cuentas? Prefieren guardar silencio y volverse cómplices de quienes saquearon las arcas municipales.
La corrupción no es privativa de los ayuntamientos, es una ominosa práctica a la que nos hemos malacostumbrado en todos los ámbitos, incluidos los gobiernos estatales y municipales.
Para cualquier trámite, negocio o servicio nos piden diezmo, comisión, moche, propina, gratificación o como gusten llamarle a esas dádivas entregadas y recibidas en lo oscurito o por debajo de la mesa.
No preguntemos dónde está la lana o quiénes se la robaron, todos sabemos quién es quién, queremos que se les encarcele de por vida e incauten las fortunas de origen ilícito. Así, este país saldría de la pobreza.